(Foto: Cristián Mínguez. Río de Janerio, febrero 1991)
La montaña sin nombre, se encontraba situada cerca de un
inmenso océano cuyas
aguas formaban una amplía bahía que todos llamaban
Guanabara.
La cima de este monte, cubierta de nubes perpetuas, era un
enigma que nadie se
atrevía a descifrar, aunque los ancianos sabios de los
indios Tamoios decían que
escondía uno de los tesoros más bellos ; se trataba de una
punta de amatista con
poderes divinos que daría felicidad eterna a quien la
poseyera.
Todos los pueblos indígenas que vivían en Niteroi, uno de
los extremos de la bahía,
como los de la selva Tijuca, soñaban con poder llegar algún
día hasta la mítica cima a
pesar de que algunos aseguraban que su altura era tal que
llegaba hasta el mismo cielo, a
la vez se temía que quien se atreviera a cruzar la zona
donde las nubes comenzaban a
cubrirla, sería inmediatamente destruído . Por ese motivo y
por su increíble
majestuosidad todos respetaban, a la vez que admiraban, esta
obra de la naturaleza,
especialmente el pequeño indígena Ara, cuyo nombre según el
mismo había oído,
significaba “el altar” en una lengua lejana de aquellas
tierras.
Con sus diez años, Ara ya se interesaba por los misterios de
la naturaleza, pero si algo
lo identificaba era su pasión por las aves exóticas. Vivía feliz,
siempre mostrando una
sonrisa en sus labios y estaba orgulloso de formar parte de
aquel maravilloso mundo
natural rodeado por el mar y por la selva repleta de frutos
tropicales y animales de
bellísimos colores.
El pequeño Ara tenía un lugar como propio donde solía
descansar, un gran árbol del
que utilizaba una de sus ramas con una forma natural cóncava
que el mismo cubría de
hojas frescas. Desde allí, antes de dormir, podía contemplar
el mar o un monte al otro
extremo de la bahía, al que llamaban Pau-nd-Acuqua por ser
alto y estar aislado. La
vegetación tan exuberante le llegaba a impresionar y de vez
en cuando se quedaba
fijamente contemplando la otra gran montaña, la que no tenía
nombre, la que siempre
había querido explorar,
El cielo le mostraba todas sus estrellas y le ayudaba a
conciliar el sueño en aquel árbol
tan especial para él pues fue el lugar donde sus padres lo
trajeron al mundo, un hecho
que sucedió cuando ellos viajaban de camino hacia otras
tierras y decidieron quedarse
en esta bahía atraídos por su belleza mas a los cinco años
del nacimiento de Ara, por
causa de unas extrañas fiebres perdió a sus padres, pero él
estaba convencido que sus
espíritus lo acompañaría siempre. Por todo ello amaba tanto
aquel maravilloso árbol,
testigo de su nacimiento un día en el que el Sol, según
decían los expertos observadores
de las estrellas, estaba en la constelación del Acuario.3
Cristián Mínguez “El pico del tucán”
Con todos estos acontecimientos, Ara no estaba seguro de que
raza procedía. Algunos
aseguraban que tenía rasgos de los Mayas que habitaban las
regiones del norte, otros por
el contrario pensaban que su pelo era sin duda de los Incas,
él creía que podía venir de
los Aztecas al identificarse con las historias que escuchaba
sobre ellos pero su mejor
amigo le decía que era una copia exacta de los Quechua.
Llegó incluso a oír que sus
padres podían haber llegado del otro lado del océano aunque
todo eso al pequeño Ara en
el fondo le daba igual, se había integrado con los indios de
aquel lugar tan amado para
él y disfrutaba día a día de su autosuficiencia y sobre
todo, de su libertad.
Al amanecer, los rayos del Sol le avisaban que había llegado
otra oportunidad de
comenzar la aventura de un nuevo día.
.- ¡Qué sueño tan fantástico he tenido!... Volando junto a
todas esas aves , algunas no
las he visto nunca. Hoy intentaré encontrarlas.
Ara se incorporó y sujetándose a unas lianas, en un par de
saltos estuvo en contacto con
la tierra. Entonces, de otro árbol, aprovechó una hoja
enorme que aún retenía agua de
las últimas lluvias y se roció como pudo todo su cuerpo,
después, tal y como era
costumbre en él, con las flores más olorosas que encontró,
se frotó la piel. Solo le
faltaba, para estar listo, colocar los pocos elementos con
los que se cubría; unas plumas
de colores que sujetaba a su cintura, muñecas, tobillos y
frente, con unas finas cuerdas
que trenzaba.
Después tomó su arco y la aljaba con las flechas y dardos
hechos también por él.
Ara se consideraba un experto en las armas arrojadizas, las
utilizaba para defenderse y
buscar alimento tal y como sus padres le enseñaron, las
lanzaba siempre respetando el
equilibrio y las leyes de la naturaleza.
.- No sé si subir en mi canoa hacia el otro lado de la
bahía, o bordear la costa hasta ” la
montaña sin nombre”.
Finalmente, decidió ir a pie.
Alegre como siempre, saltaba, reía, e imitaba el canto de
los pájaros que veía. Por el
camino iban apareciendo otros indígenas, más o menos de su
edad, algunos muy amigos
de Ara, con ellos vivía sus mejores aventuras. Todos iban al
pie de “la montaña sin
nombre” para escuchar las conjeturas y los misterios de su
cima que eran transmitidos
por los ancianos de las tribus.
Como sintió hambre, se detuvo para tomar alguna fruta;
eligió una banana y un mango,
y para beber, nada mejor que la sabrosa agua de coco, así
que sacó una de sus flechas y
apuntando con el arco consiguió que cayera uno de gran
tamaño con el que sació su sed.
Al levantar la cabeza para beber, aún con el coco pegado a
sus labios, contempló a una
preciosa indígena, un poco menor que él; estaba sentada en
la rama de un árbol
saboreando un trozo de caña de azúcar.4 Cristián Mínguez “El
pico del tucán”
Se acercó hasta ella.
.- Hola, ¿Quién eres tú?
La pequeña, de un salto, dejó el árbol donde estaba y se
dirigió hasta Ara.
.- Me llamo Itzel, vivo en la selva que hay detrás de “la
montaña sin nombre”, cerca del
río Iguaçu.
.- Yo soy Ara. Voy con mis amigos hacia la montaña, queremos
conocer más historias
sobre ella.
.- Yo también voy allí. Mis padres y mis hermanos ya deben
haber llegado. Debo
darme prisa, mi padre no quiere que me separe del grupo.
Cuando la niña comenzó a caminar, Ara la observó
detenidamente.
La pequeña indígena llevaba guirnaldas de orquídeas en las
mismas zonas del cuerpo en
las que él se colocaba las plumas. Aquella mezcla de flores
moradas y blancas, junto
con la tonalidad de su piel, hicieron que por primera vez
Ara percibiera una atracción,
un nuevo sentimiento que recordaría siempre, intuyendo a la
vez que aquel encuentro
iba a ser muy importante en su vida.
Itzel, distanciándose, se dio la vuelta y al ver la cara de
su nuevo amigo,
contemplándola de aquella manera, sonrió y comenzó a correr
hasta perderse entre la
vegetación.
Ara reaccionó al instante e intentó alcanzarla a la mayor
velocidad posible. Su alegría
no tenía límite.
Desde lo alto del mismo árbol donde Ara se había encontrado
con Itzel, un tucán
observaba la escena mientras abría una y otra vez su
fantástico y enorme pico. Un tucán
de los de pico arco iris. La mayor parte de su plumaje era
negro, con irisaciones de
tonos verdes que combinaban muy bien con un mancha blanca
sobre su cola y otra de
color rojo debajo de ella. Las tonalidades de su garganta y
mejillas daban paso a un pico
casi tan grande como él y que tenía todos los colores del
arco iris menos el violeta,
aunque no había perdido la esperanza de conseguirlo algún
día para convertirse así en
un ejemplar único de su especie.
En un impulso incontrolado decidió, en un vuelo, seguir a
los dos pequeños humanos y
por el camino , de árbol en árbol, saborearía los frutos y
las bayas que con su colosal
pico alcanzaría. Algunos, les parecía realmente exquisitos.
De entre la vasta vegetación, surgían más grupos de indígenas
que también iban hacia
la montaña sin nombre. Era uno de los días que más gente
había venido.
La pequeña Itzel fue una de las primeras en llegar y pronto
se reunión con su familia.5 Cristián Mínguez “El pico del tucán”
Ara , que a lo lejos la seguía, en cuanto llegó se puso a su
lado. Los dos se reían y
estaban felices de compartir aquella maravillosa
experiencia.
Los más sabios de las tribus cercanas, conocidos como “los
ancianos de las estrellas”,
por conocer de buena manera el curso de los astros, llegaban
y se iban colocando
alrededor de una gran piedra de granito donde se dejaba las
frutas que traían: bananas,
guayabas, ananás, maracuyás, papayas, cocos, aguacates…
De entre las ramas de los árboles aparecieron algunos
guacamayos, las aves favoritas de
Itzel quien las contemplaba con agrado a la vez que
intentaba mostrárselas a su
compañero. Ara se reía, porque la mayoría de plumas que él
utilizaba para cubrir su
cuerpo eran de estos grandes loros. Había logrado además
combinar una gama muy
original de sus colores como: azul y amarillo, rojo y verde
con azul, y otras de color
malva.
Poco a poco, el lugar fue adquiriendo una mezcla increíble
de luz, color y sonidos
naturales.
El tucán encontró un agujero en el tronco de un árbol
gigante, se metió dentro y
sacando su espectacular pico se preparó para no perderse un
detalle del acontecimiento.
Los ancianos de las estrellas comenzaron la sesión. Uno de
ellos recordó sus aventuras
personales al atravesar el río Amazonas. Todos se quedaban
asombrados cuando
describía los peligros que había tenido que superar al
cruzar una zona llena de pirañas;
después habló de la serpiente anaconda, los caimanes y las
voraces termitas; otro
contaba su encuentro con el impresionante jaguar cuyo paso
hacía estremecer a los
monos y espantaba a las aves zancudas que vivían en la
selva; después, otros describían
la delicadeza y armonía de los colores de mariposas gigantes
revoloteando por los
bosques de árboles como el caucho, el cacao, o el cafeto.
Itzel y Ara escuchaban con interés, para ellos todas
aquellas historias eran fascinantes.
Después, el jefe de la tribu Temimino mostró a todos un
pájaro quetzal que había traído
de otros lugares, asegurando que era considerada por otros
pueblos indígenas, un ave
sagrada. Sus tonos verdosos y su larguísima cola de plumas
maravillaron a todos.
También contó que existían aves bellas por todo el
continente, nombró con especial
interés al águila de cabeza blanca, cuya envergadura y
acrobático vuelo eran la
admiración de quienes la habían visto, a pesar de no ser
fácil contemplarla ya que vivía
muy al norte, más allá de las tierras ocupadas por uno
indios llamados Apaches.
Algunos indígenas preguntaron por los misterios que se
escondían tras la montaña sin
nombre, que por encima de ellos se elevaba perdiéndose entre
las nubes.
Un anciano de las estrellas, con potencia y autoridad en la
voz, desveló uno de sus
secretos.
.- Cuando la fuerza de los cuatro elementos: fuego, tierra,
aire y agua, se desencadene;
el humano que pueda volar, alcanzará lo inalcanzable: la
punta de la amatista que hará
feliz a quien la posea y también a todo su pueblo. Esta
piedra se encuentra en el pico
más alto de la montaña sin nombre, que nadie sabe si su
altura tiene fin.6 Cristián Mínguez “El pico del tucán”
Todos alzaron sus miradas hacia las laderas de ese monte que
a unos seiscientos metros
de altitud comenzaba a cubrirlo unas nubes perpetuas y era
imposible ver lo que había
tras ellas.
Los tonos grisáceos de sus rocas cubiertos por la vegetación
desprendían una mezcla de
belleza y misterio que a los indígenas hacía estremecer. Los
más intrépidos soñaban
con poder alcanzar alguna vez la mítica cima y conseguir tan
preciada amatista, aunque
pronto sus deseos se desvanecían pues además del peligro que
suponía atravesar la zona
de nubes, era evidente que ningún ser humano podría volar
jamás, eso era un privilegio
de las aves con las que convivían.
Todos estaban en silencio observando la inmensa montaña,
sólo se escuchaba el canto
de algunos pájaros, el suave aleteo de los colibríes, y
golpes de tambor que llegaban de
los pueblos más cercanos, cuyos sonidos se mezclaban con los
de flautas de caña.
Tras un relámpago, comenzó a caer un aguacero, un fenómeno
al que estaban
acostumbrados, hasta tal punto que fue entonces cuando
algunos aprovecharon para
saborear alguna de las frutas.
Itzel, antes de volver a la zona de la selva donde vivía, se
despidió de su amigo Ara.
.- Mañana iré con mi familia a la playa de las aguas
tranquilas, si quieres puedes venir
con nosotros.
.- Claro que sí. Allí estaré desde el amanecer.
Cuando Itzel se marchó, Ara decidió ir hacia el otro monte
alto y aislado, situado en un
extremo de la bahía, pasaría allí la noche y estaría de esta
forma más cerca de la playa
que todos llamaban Copa Caguana, donde vería de nuevo a su
amiga Itzel.
El tucán, que empezaba a sentir curiosidad por saber cómo
acabaría toda esa historia,
decidió seguir al pequeño Ara, a lo mejor hasta terminaban
siendo colegas.
El paisaje fue perdiendo luminosidad, el Sol , a punto de
ponerse, desprendió los tonos
más espectaculares de su crepúsculo. Era el momento que
tanto Ara como otros
compañeros buscaban un sitio para dormir.
Por un momento, Ara sintió una sensación extraña, algo o
alguien le observaba, pero no
le dio demasiada importancia, pensó que se trataba de uno de
los duendes que llamaban
“ajacuá”.
El tucán, a punto de haber sido descubierto, se detuvo para
picotear unas bayas. El
muchacho estaba controlado y sabía que no lo perdería de
vista.7 Cristián Mínguez “El pico del tucán”
A la mañana siguiente, Ara se dirigió hasta la playa;
tumbado en la arena, no paraba de
pensar en todo lo que había oído de la montaña sin nombre.
Cómo le hubiera gustado
llegar hasta la cima, o al menos intentarlo, pero no
terminaba de entender el significado
de las palabras del anciano de las estrellas, especialmente
lo referido al humano que
pudiese volar, pues eso era del todo imposible, no obstante
él estaría dispuesto al menos
a cruzar las zona de nubes y si Itzel se lo pedía, no
dudaría en hacerlo, así podría
demostrarle lo que por ella sería capaz.
La vegetación, que llegaba hasta la misma playa, le sirvió,
mientras esperaba, para
seguir fabricando su colección de flechas, dardos y
jabalinas, los utensilios que le eran
tan útiles en el medio natural donde vivía. Junto a él, un
colibrí esmeralda, con su
incesante vuelo, libaba el néctar de algunas orquídeas, una
flor que siempre le
recordaría a Itzel.
Al atardecer, vio llegar a su esperada amiga. Desde lo
lejos, los dos fueron corriendo
hasta encontrarse uno enfrente del otro. Itzel traía pétalos
de flores que había colocado
encima de una gran hoja.
.- Voy a enviar esta ofrenda a Iemanjá, la diosa del mar. Le
pediré que me proteja y que
tenga suerte en el amor.
Ara, al escucharla, se puso algo nervioso.
.- ¿Me dejas que te acompañe? Si estamos juntos, el amor nos
vendrá a los dos.
Se acercaron hasta la orilla del mar. Itzel dejó caer la
hoja con las flores en el agua y
observaron como las olas se las llevaban hacia dentro.
Ara tocó la mano de Itzel. Los dos, quizás sin saberlo,
estaban comenzando la más bella
historia de amor que nadie de aquel lugar había conocido
nunca.
El tucán, desde las ramas de otro árbol cercano, fue de
nuevo testigo de aquel
maravilloso romance.
Ara le confesó a Itzel su increíble y arriesgado secreto.
.- Estoy decidido a subir hasta lo más alto de la montaña
sin nombre. Quiero descubrir
los misterios que encierra y poder conseguir la punta de
amatista.
.- Sería maravilloso, te convertirías en el más valiente y
famoso de todo el continente.
Yo también te acompañaré. A partir de ahora no pienso
separarme de ti.
.- ¡Vale! Pero nada más que hasta donde las nubes comienzan,
después lo intentaré yo
solo, de esa forma podrás ayudarme si me sucede algo.
A pesar de que Itzel hubiera preferido llegar con él hasta
el final, comprendió que era
más seguro para los dos que uno se quedara fuera y estuviera
alerta.
Ara, con gran entusiasmo, continuó explicándole sus
proyectos.8 Cristián Mínguez “El pico del tucán”
.-Llevaremos lianas unidas para ayudarnos en la escalada,
también las utilizaremos
como puntos de referencia al regresar.
A Itzel, la idea de las lianas le pareció buena, además los
dos tenían experiencia en
trepar árboles aunque eran conscientes de que nadie sabía
hasta donde podía llegar la
enigmática cima.
Decidieron verse a primeras horas del siguiente amanecer al
pie de la montaña sin
nombre.
Itzel volvió con sus padres. Ara decidió pasar esa noche en
un lugar donde otro grupo
de indígenas vivía. No quería estar solo, en el fondo sentía
algo de temor por lo que
pudiera sucederle.
El tucán, que había escuchado atentamente toda la
conversación, se fue directamente al
lugar donde Ara e Itzel debían encontrarse, no quería que
los amigos de Ara lo
descubriesen y empezaran a gastar bromas a costa de su
precioso pico ya que algunos
pequeños indígenas no valoraban lo suficiente este
portentoso don natural…
El día amaneció muy caluroso y húmedo. Ara intuyó que no
tardaría en llover. La
sensación de estar en contacto con el agua, la tierra y las
planta le gustaba, era la ventaja
de vivir en los trópicos.
Con su arco, la aljaba repleta de dardos y flechas, algunas
jabalinas ,y varios metros de
lianas que había enrollado, fue a encontrarse con su amiga.
Cuando llegó al pie de la montaña, Itzel ya le esperaba. La
pequeña indígena había
cambiado, para ese día tan especial, todas las orquídeas con
las que cubría su cuerpo.
Estaba decidida a continuar la aventura. Su valor era
admirable, con solo ocho años de
edad, la palabra miedo no existía para ella.
Antes de emprender la subida, Ara se sinceró con su amiga.
.- Si todo sale bien, estaremos juntos toda la vida.
Itzel estaba muy emocionada.
.- Sí Ara, toda la vida.
Sin pensarlo más, comenzaron su fantástica odisea.
Llegaron hasta la primera gran roca. Ara tomó su arco, ató
en una flecha una de las
lianas, apuntó bien y con todas sus fuerzas la envió lo más
alto que pudo. Consiguió así
que se quedara prendida entre las rocas y las plantas que
allí crecían, después de
comprobar su resistencia, se ayudaron de ella para la
primera de las escaladas.
La vegetación era tan intensa que a veces se perdían entre
ella, pero la improvisada
cuerda les servía de ayuda para no desviarse del camino que
habían trazado para subir.
Alcanzado su primer objetivo, descansaron un momento,
después Ara volvió a lanzar
una segunda flecha con otra liana aún más larga.9 Cristián
Mínguez “El pico del tucán”
La subida se hacía más difícil de lo que pensaban. Itzel
miró hacia abajo y comprobó
que ya estaban a una altura considerable. Ara, por el
contrario, solo estaba pendiente de
llegar hasta la zona donde las nubes comenzaban.
Volvió a repetir los lances combinando flechas y jabalinas
al tiempo que trepaba entre
las rocas y por las plantas que por todos lados encontraban.
Al llegar al borde del cúmulo de nubes volvieron a
detenerse. Se miraron mientras
intentaban controlar su respiración. No necesitaban hablar,
sus pensamientos eran ya
uno solo.
Y desde aquella altura pudieron contemplar la belleza del
lugar donde tan felizmente
vivían.
De pronto, se escuchó un fuerte trueno, su sonido los hizo estremecer.
Desde lo más alto
del cielo un implacable rayo atravesó las nubes y en ese
instante, la gran montaña
pareció trepidar al tiempo que se desencadenó una gran
tormenta. El pequeño Ara
recordó entonces lo que había escuchado a uno de los
ancianos de las estrellas.
.- El fuego del rayo, el temblor de la montaña, la fuerza
del viento y el agua de la lluvia.
¡Los cuatro elementos!. Ahora estoy seguro que el momento ha
llegado.
Animó más a Itzel para que le siguiera y con un nuevo
esfuerzo lograron alcanzar la
zona de las nubes.
Desde allí, Ara lanzó su última flecha con la liana más
larga que le quedaba pero no
pudo ver hasta donde llegaba, las espesas nubes lo impedían.
Para estar lo más ligero posible se desprendió de su aljaba
y del arco y aspirando
profundamente se decidió a culminar la aventura.
.- Espérame aquí, si te aviso o sucede algún percance,
intenta pedir ayuda.
.- Estoy segura de que todo va a salir bien, ya verás como
consigues llegar a la cima. No
tengas miedo, mi pensamiento te protegerá durante tu
escalada.
Las palabras de Itzel dieron al pequeño Ara el impulso
suficiente para lanzarse hasta
conseguir llegar a la cumbre de la montaña sin nombre.
El tucán, que había ido trepando, sin ser visto, dudó en
continuar , pero la valentía de
los dos pequeños le animó a no abandonar a quien podría
convertirse en un futuro héroe
y dejándose llevar por su instinto, se metió también entre
las nubes.
Ara continuó ladeando la montaña y suspiró tranquilo al
comprobar que aún habiendo
traspasado el límite de las nubes, continuaba indemne.
La luz, ténuamente filtrada, le impedía avanzar tan rápido
como hubiese querido pero
Ara, con la idea firme de llegar hasta la cumbre, continuaba
la subida de forma
imparable.10 Cristián Mínguez “El pico del tucán”
El esfuerzo era cada vez mayor, los ramajes iban perdiendo
intensidad y el pequeño
tuvo que empezar a escalar por las encrespadas rocas. La
lluvia no cesaba y dificultaba
más la subida, no obstante Ara se sentía aliviado al
sentirla sobre su cuerpo. La espesura
de las nubes se acentuaba de tal forma que dudó continuar,
fue el momento de mayor
tensión pero en ese instante oyó en la lejanía la voz de
Itzel.
.- Ánimo, sigue, lo vas a conseguir, sigue, sigue…
Ara se impregnó de valor y de una nueva fuerza que le llevó
hasta una zona más alta
donde las nubes comenzaban a ser menos espesas a la vez que
la lluvia disminuía. Poco
a poco el ambiente se fue transformando en una brisa húmeda.
Notó que los rayos de un
Sol, recientemente aparecido, comenzaban a filtrarse entre
aquel vapor de agua. Había
llegado al último estrato, dio un nuevo impulso y lo
traspasó. De esta forma pudo
contemplar lo que hasta ese momento nadie había visto:
Se encontraba muy cerca de la cima . A ras de sus pies, la
nube rodeaba todo el cono
que restaba de montaña formando como una isla al lugar donde
Ara se encontraba. Daba
la sensación de estar flotando en el aire. Delante de él, a
solo unos metros, observó el
pico de la cima de la montaña, que no llegaba hasta el cielo
como algunos temían.
Unos sonidos familiares para él, le hicieron girar la
cabeza, entonces vio surgir de entre
las plantas un precioso guacamayo. Ara se puso muy contento
pues era el ave preferida
de Itzel.
Desde otro lado, un colibrí de los más grandes y coloreados
hizo su entrada y con su
vuelo, casi vertical, ascendió ayudándose de su continuo
aleteo.
Ara no salía de su asombro al ver otra de las aves que tanto
le gustaban.
No había reaccionado aún de su sorpresa cuando, de repente,
sus ojos vieron lo que
jamás pensó que podía estar en aquel lugar, era un quetzal
que con sus bellas y
larguísimas plumas a modo de cola. Había venido desde tierras
lejanas para ser también
testigo de aquel extraordinario acontecimiento.
El pequeño sintió una ligera brisa que le hizo alzar su
mirada y entonces pudo admirar
como desde a gran altura fue descendiendo, majestuosa, un
águila de cabeza blanca que
continuó planeando alrededor del pico de la montaña. Las
plumas blancas de su cabeza
y las pardas de su cuerpo junto al amarillo de su pico y
garras, le fascinaron. No podía
comprender como un ave del otro lado del continente pudiera
también haber volado
hasta allí.
A todo esto, el tucán que aún no había salido de la zona de
nubes, no se atrevió a
manifestarse pues con tan ilustres visitantes no estaba
seguro de que con su escandaloso
pico fuera bien recibido.
¡Menuda faena! Después de lo que le había costado subir
hasta allí…
Con un cielo totalmente despejado, el sol irradiando una
hermosa luz, y las aves tan
cerca de él, Ara alcanzó sin esfuerzo el pico más alto de la
montaña sin nombre.11 Cristián Mínguez “El pico del tucán”
Observó que en el centro había una roca que sobresalía de
una caldera con agua
burbujeante, el líquido hervía y por tanto sería imposible
llegar hasta la roca central,
donde estaba la amatista.
Ará recordó de nuevo las palabras del anciano de las
estrellas: “El que pueda volar
alcanzará lo inalcanzable”.
Asumió que ningún ser humano podría levantarse por los aire
pues eso era algo
exclusivo de las aves y contemplando aquellos magníficos
pájaros que había a su
alrededor quedó admirado de aquel milagro de la naturaleza.
Decepcionado por verse incapaz de alcanzar su objetivo
final, se puso muy triste y
decidió regresar.
Antes de bajar, volvió a contemplar a las aves que parecían
estar esperando una señal.
El águila continuaba planeando.
De pronto, el guacamayo, abriendo sus alas de vivos colores,
se posó sobre el brazo
izquierdo que Ara había extendido ; el quetzal, con uno de
sus acrobáticos vuelos, fue
hasta quedar a la altura del tobillo derecho. Ara , para
evitar que las plumas de la cola
tocasen el suelo, flexionó la pierna; el águila extendió sus
garras y en un movimiento
cargado de precisión, agarró al indio por la parte superior
entre sus axilas y hombros.
Ara sintió como su cuerpo se elevaba, entonces llegó el
colibrí que a pesar de su
tamaño, al acercarse a su tobillo izquierdo con su continuo
aleteo compensó el ágil
balanceo.
El espectáculo era indescriptible. Ara estaba siendo
transportado en volandas hasta el
mismo centro de la roca donde se encontraba la punta de
amatista. Ya podía contemplar
los destellos violeta que la piedra emitía al ser iluminada
por los rayos del Sol. Tenía un
tamaño similar al de su puño.
La aves fueron descendiendo hasta el máximo. Ara, suspendido
en posición vertical,
fue consciente de que la cola del quetzal estaba a punto de
tocar el líquido hirviente. En
un impulso, intentó alcanzar la piedra bajando el cuerpo
todo lo que pudo y extendiendo
su mano derecha, pero por más que lo intentaba no podía
llegar a vencer la corta
distancia que le separaba de la codiciada gema.
El águila forzaba sus alas para mantener el equilibrio y a
pesar de la ayuda de las otras
aves la situación no se podía sostener por más tiempo..
Ara, en un estado caótico, gritó.
.- No puedo, no puedo, es inútil, no ha servido para nada…
En sus ojos aparecieron lágrimas de dolor, de rabia.12
Cristián Mínguez “El pico del tucán”
La aves, al presentir esa sensación de angustia, comenzaron
a retroceder. Pero en ese
instante apareció el tucán y en un vuelo temerario, se
engancho con firmeza en la mano
de Ara y con su fabuloso pico logró llegar hasta la mítica
piedra que en un rápido
movimiento estuvo en la punta de su prodigiosa
protuberancia. Su enorme pico había
logrado alcanzar lo que parecía ser inalcanzable.
De inmediato, las aves en un último impulso volvieron a
dejar al pequeño Ara en el
borde de la cima.
Después, lentamente, el águila, el guacamayo, el colibrí y
el quetzal fueron alejándose
hasta disiparse en el cielo.
En la parte más alta de la montaña se quedaron el indómito
Ara con el tucán aún sujeto
a su brazo con la punta de la amatista en su gran pico.
Ara volvió a mostrar su sonrisa y acariciando al pájaro le
invadió la alegría.
Sin saber cómo, las nubes que rodeaban a montaña se fueron
lentamente dispersando al
tiempo que el líquido hirviente que impedía llegar hasta el
centro de la cima se iba
deslizando por uno de los laterales.
Por primera vez se pudo admirar la belleza de aquel monte
con una una corcova en uno
de sus lados que le hacía ser aún más original.
En la lejanía, Iztel saludaba muy contenta a su valiente y
maravilloso amigo,
presintiendo feliz que una nueva vida comenzaba para ellos.
Y desde aquel día, el pico más alto de aquel monte para los
dos pequeños indígenas
siempre sería “el pico del tucán”.
Cristián Mínguez
“El Pico del Tucán”
Serie: Los Cuentos de Zenith