jueves, 1 de diciembre de 2011

LAESPADA DE ZENITH

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 El palacio del Rey Melchor se encontraba situado a orillas del  tranquilo río Éufrates Sus jardines, cubiertos de maravillosas flores y fuentes, eran conocidos en todo el reino. Los suelos de mármol de diversos colores, junto con sus magníficas telas de Damasco, lo embellecían de tal forma que era admirado por todo el mundo que lo había visto.

En la torre más alta, adornada por unos preciosos arcos que daban a una amplia sala de armas, Zenith, el paje del rey, prepara todos los utensilios para un enigmático viaje.

.-Es extraño que mi señor parta hacia otras tierras. Su misión siempre ha estado aquí y ahora decide lanzarse a una aventura tan dudosa cómo   fantástica. Y, por cierto ¿seguirá contemplando las estrellas¿ Voy a ver...

Zenith se acerca hasta una habitación con un gran terraza y llena de todo tipo de elementos, mapas y datos para observar las estrellas. El Rey Melchor, acariciándose su larga barba blanca, hace cálculos, utiliza su astrolabio, escribe y de vez en cuando mira al cielo. Su cara entonces se transforma en una expresión llena de esperanza.

Al ver a su paje, se dirige a él con gran entusiasmo.

.- Zenith, ¿lo tienes todo preparado para salir? La estrella se acerca, la noche más hermosa de todos los tiempos no tardará en llegar y nosotros debemos estar en el lugar exacto para poder contemplar la joya más hermosa de todo el Universo.

.- Sí, Majestad, todo está en orden, aunque debo decir que la considero una aventura demasiado arriesgada para un rey de su categoría.

.- ¡Pobre Zenith! Ni tú mismo sabes el alcance de nuestra misión. Considérate un privilegiado entre todos los mortales.


.- No me puedo quejar, pero tampoco es que sea gran cosa; al fin y al cabo, un paje más.     


.- Un paje no es lo mismo que el paje del Rey Melchor. Además, yo te he enseñado todos los secretos de la Astrología y te doy una educación digna de los grandes señores, incluso te he convertido en el mejor espadachín del reino.

.- Sí, Majestad, pero no me dejáis luchar contra nadie. No puedo utilizar mi espada, ni siquiera contra un animal.

.- Tu espada ha de vencer el simbolismo del mal, tu valor ha de estar en el alma y en tu corazón. Sólo debe servirte para tener seguridad en ti mismo.

.- Pues cada día está más estropeada, debe ser que no tengo aún el suficiente valor o la necesaria gallardía. ¿Me dejaréis llevarla en el viaje? Con ella es verdad que me siento más seguro y útil.

.- Sí, Zenith, y ten paciencia, ya verás cómo un día se convierte en el símbolo de ti mismo. Pero no sólo vas a llevar la espada. Lo más importante será esto...

El Rey Melchor le entrega a Zenith un cofre forrado con un terciopelo granate y diversas piedras incrustadas .   

El paje, con gran curiosidad, pregunta:

.- ¿Podéis decirme lo que hay dentro?

El rey abre el cofre, se lo muestra a Zenith y con grandiosidad le dice:

.- ¡Oro, oro! La fuerza del Sol a través del oro, el mejor presente para un rey. Cuídalo como si fuese tu propia vida o, mejor dicho, como si fuera tu caballo, ya que lo quieres tanto cómo a ti.


.- Nunca podré agradecer lo bastante haberme regalado  a mi noble y querido Alfil. No podéis imaginar lo que me divierte su tendencia a galopar en sentido diagonal. Creo que le colocaré en el correaje de su frente una gran turquesa para que sea digno del real cortejo. No temáis, Majestad, el oro llegará a su destino.
Zenith se retira para terminar de prepararlo todo.
El Rey Melchor continúa con sus cálculos y cavilaciones.
                                                              
                                                            
Al palacio lo va envolviendo una gran calma. A su alrededor, los naranjos desprenden un maravilloso aroma de azahar, una suave brisa mece las palmeras y los olivos. El cielo, de un azul intenso, se prepara para iluminarse en el momento oportuno. En el horizonte comienza a ascender una estrella; el Rey Melchor entonces se apresura para avisar a su paje.

.- Zenith, es la hora de partir, vamos deprisa. ¿Está todo preparado?

.- Sí, Majestad, todo está en orden. Su camello espera listo y cubierto con sus mejores galas, subid tranquilo que yo os seguiré con todo el equipaje.

.- El único equipaje que me interesa es el oro, cuida de él.

.- Mirad, señor, lo llevo abrazado cómo una reliquia y lo defenderé a capa y espada. Por cierto, mi espada, la olvidaba, voy a por ella. Emprended el viaje que os alcanzaré enseguida.


El Rey Melchor, con la mirada fija en el cielo, no presta mucha atención al paje y comienza su camino con enorme alegría.

Mientras, Zenith sube a la torre, deja el cofre un momento y toma su espada. Al volver la mirada se ve reflejado en un espejo de metal y con atención se observa. Todo estaba en orden: Sus sandalias plateadas. El pantalón ancho sujeto a los tobillos; la tela, de un satén rojo escarlata, hacía buen contraste con una faja dorada que lo sujetaba a la cintura. La camisa blanca de seda; sobre ella un chaleco corto con los bordes redondeados, de terciopelo azul y con bordados dorados.


Del cuello, un cordón de plata con una gran amatista; en su mano derecha, un anillo con otra. El pelo largo y sujeto detrás con una cola. Su oreja izquierda horadada por una media luna que pendía vertical y hecha de plata. Sobre su cabeza, un turbante bicolor rojo y dorado del que sobresalía un pequeño cono azul bordado con estrellas plateadas.

Sí, todo estaba perfecto; con su espada larga y recta en la mano y montado en su caballo de color gris perla, sería digno de presentarse ante cualquier rey.

Observando su espada, sale, sube al caballo y comienza también el viaje.

En la torre, encima de una mesa de madera policromada, se queda olvidado el cofre tan ansiad del Rey Melchor; el oro, el resplandeciente oro...
Durante el camino, todo era armonía. Zenith imaginaba el encuentro con el rey que iban a visitar; pensaba que debía ser un rey muy poderoso y sabio para que su señor se tomara tanto interés y dejara incluso su reino.

La experiencia le parecía fascinante.

De pronto, en la lejanía apareció un pequeño pueblo; cuanto más se acercaban, más iba aumentando la sorpresa de Zentith al comprobar que no se trataba de un maravilloso reino digno de un poderoso monarca, pero confiado en el Rey Melchor le seguía con intriga y asombro.

Llegaron hasta una humilde casa, la bordearon y vieron un establo. Dentro, un grupo de pastores rodeaba a un hombre y una mujer que tenía en los brazos un niño; todo era muy humilde.


Zenith descubrió entonces el valor de todas las cosas que poseía.

El Rey Melchor se acerca. La madre, mientras, deja al niño sobre un pesebre cubierto de paja. El pequeño se movía con una energía impresionante. Todos estaban absortos contemplándole; la atmósfera del lugar era indescriptible, tanta paz, tanta armonía... Zenith  sintió que su corazón comenzaba a latir con gran fuerza y cada vez que miraba al niño lo quería más, le hubiera gustado que fuese su hermano, su hijo, su...¡todo!


De pronto, el Rey Melchor, de rodillas ante el niño y con lágrimas en los ojos, se vuelve, extiende sus manos y exclama con insistencia.

.- Zenith, ha llegado el momento más importante, dame el oro.

En ese instante, el paje se queda petrificado. De pie, con la espada en una mano y las riendas con su caballo Alfil en la otra, asumió su olvido.

Todos estaban mirándose esperando el ansiado tesoro. El Rey Melchor, algo impaciente, insistía:

.- Vamos, Zenith, dame el  cofre con el oro; el oro, Zenith, el oro.

En sus dieciséis años, Zenith nunca había sentido tanta vergüenza y, con un gran nudo en la garganta, dejándose llevar a la vez por un misterioso impulso, pudo decir:


.- Señor, lo siento. De veras que lo siento, pero he olvidado el oro. Sólo puedo ofrecer mi espada para el niño. No vale nada, pero con ella va todo mi amor, mi amor puro y sincero.

Zenith se va acercando; el niño le mira y en un movimiento parece que le está llamando. Cuando Zenith se acerca, el niño siente la espada en su pequeña mano y en ese momento, el acero, algo gastado y tosco, se va convirtiendo en el más puro oro que nadie había visto nunca. La espada se transforma en la más bella y resplandeciente arma jamás soñada; su brillo iluminaba toda la estancia. Se quedaron maravillados, la espada era entonces de oro, de oro...¡oro!

Así descubrió Zenith que en su corazón vibraba tal cantidad de amor que valía tanto o más que el preciado metal. Y desde aquel día, a la espada de Zenith todos la llamaron de nombre Áurea.





- F I N -



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